Aquel
viernes, el primero de la primavera de 2015, Marta se encontraba en el AVE que
la llevaría a Barcelona. Iba a pasar el fin de semana, aunque no tenía ningún
plan concreto.
A sus
cuarenta años, llevaba tres separada de Martín. Se habían conocido en el
instituto, pero no fueron pareja hasta que ambos estaban a punto de terminar
sus estudios en la Universidad. Él de Magisterio y ella de Comunicación.
Se
casaron varios años después, a los treinta y cinco y, aunque llevaban más de
diez años de pareja y ella estaba convencida de que le conocía bien, pronto se
llevó una sorpresa que no mucho después se convirtió en decepción. Él no era en
absoluto como ella creía, y no porque le hubiera engañado u ocultado cosas
inconfesables. No, simplemente se dio cuenta de que era un buen amigo,
estupendo para ir con él de fiesta o de vacaciones, buen compañero de cama,
pero le faltaba algo. No era la pareja que ella necesitaba para formar una
familia.
Así que
dos años más tarde, aprovechando una de las pocas discusiones que habían tenido
en su vida, que además había sido por motivos de política aunque ninguno de los
dos estuviera especialmente metido en ella, le planteó lo que llevaba varios
meses en la cabeza y le dijo abiertamente que su matrimonio no iba bien y que
aunque no tenía ninguna queja especial, pensaba que era un fracaso, por lo que
pensaba que lo mejor era que, sin prisas ni enfados, cada uno tomara su camino.
Martín le
dijo que si ella pensaba así, así lo harían, aunque él preferiría, si era posible,
seguir manteniendo con ella una buena relación, porque la apreciaba mucho y si
no era adecuado seguir viviendo juntos, quizás sí que pudiera serlo el verse de
vez en cuando, como hacían antes de ser pareja.
Marta se
quedó bastante sorprendida de su reacción, pero en el fondo pensó que era una
prueba más de que estaba en lo cierto.
Un mes
más tarde, Martín le dijo que ya había encontrado alojamiento, un apartamento
pequeño que había alquilado en un barrio barato y con buena comunicación con su
trabajo, y que ese fin de semana se mudaría.
A la
semana siguiente, su amiga Conchita le comentó que aquel fin de semana había
visto a Martín en compañía de una chica a la que no conocía, y no se cortó lo
más mínimo al decirle que qué poco había tardado en encontrar repuesto.
Por eso
le sorprendió que, la misma noche de su conversación con Conchita, Martín la
llamara para preguntarle qué plan tenía para el siguiente fin de semana.
Como
le había pillado de improviso le dijo que todavía no había pensado nada y cuando
se quiso dar cuenta se encontró con una propuesta como las que él le había
hecho quince años antes, a la que no supo, o no quiso, decir que no.
Y
realmente fue como cualquier fin de semana de aquella época, con la diferencia de
que no tuvieron que arreglárselas para ir a dormir juntos a la casa de los
padres de él o de ella, la que estuviera libre, sino que acabaron en la casa de
ella, la que había sido común durante un par de años.
Pasaron
dos años con una relación parecida. Con bastante frecuencia pasaban juntos el
fin de semana, aunque bastaba que uno de los dos dijera que tenía otro plan,
para que ese fin de semana cada uno fuera por su lado.
Martín la
llamaba una o dos veces entre semana, aunque no comentaba nada de su vida
personal, sólo cosas de trabajo o, a veces, cosas de amigos comunes a los que
había visto o con los que se había comunicado por internet.
Ella se
hacía la estrecha a su manera, haciendo que siempre fuera él el que llamara,
pero como siempre había sido así, a Martín ni le sorprendía ni le preocupaba.
Sólo su
amiga Conchita le metía cizaña de vez en cuando, contándole que se le había
visto por aquí o por allá. Si estaba acompañado, para decirle que como podía
ser tan tonta de aceptarle en su cama, a la que sólo iba cuando él no tenía
otra opción más apetecible, argumento que cambiaba cuando se le había visto sin
pareja por la crítica de que a Martín nadie le haría caso, si no fuera porque
ella era tan tonta que sí se lo hacía.
Pero
Marta, en el fondo, estaba a gusto en esa situación. La relación era casi perfecta
porque se limitaba a fines de semana, puentes y vacaciones. Lo pasaban bien, se
divertían un montón y ella tenía un hombro amigo en el que apoyarse. De hecho,
Marta empezó a desear volver a vivir juntos, porque él parecía seguir
enamorado.
Poco a poco
le fue engatusando y cuando un día Martín le comentó que tenía que buscarse
otro piso, porque la dueña lo necesitaba para ir ella a vivir en él, le propuso
que se mudara al suyo y que no tuviera prisa por buscar otro, porque a ella le
gustaría que intentaran recuperar su matrimonio.
Martín le
agradeció la oferta y la aceptó, y en tono de broma le añadió que si las cosas
se volvían a torcer, buscaría otra casa.
Lo hizo
antes de que pasara un año. Tras unas vacaciones que pasaron juntos, él volvió
a trabajar antes que ella y cuando ella regresó le dijo simplemente que se
había mudado a su nuevo domicilio.
Para
Marta esa decisión tan abrupta fue un palo bastante duro. No había habido
ninguna discusión, pero tenía que reconocer que, aunque ella se había
comprometido mucho más con el objetivo de salvar el matrimonio, las cosas iban
poco más o menos como la primera vez. Pero le dolía que esta vez él hubiera
sido el que había tomado la decisión de separarse y también la forma de irse,
casi sin mediar palabra.
Conchita
le insistió en que esta vez tenía que cortar la relación definitivamente, pero
Martín seguía empeñado en seguir con las antiguas costumbres y ella lo
aceptaba. La única variación fue que en esta última etapa Martín la llamaba
casi todos los días.
En un par
de ocasiones, Conchita había buscado una potencial pareja para Marta y la había
achuchado para que se lanzara un poco. Ella le había hecho caso, aunque sin
ningún resultado pasadas las dos o tres primeras semanas de gracia que ella les
había dado a los candidatos sin decirlo. En ambas ocasiones, Conchita le había
insistido en que eran mejores que Martín, y Marta le había respondido que si
tan buenos eran para ella, que se los quedara, de uno en uno o todos juntos.
Pero en
las dos ocasiones, Martín al enterarse de que ella tenía otra pareja había
dejado de llamarla y, sin comentar nada ni dar ninguna explicación, había
vuelto a hacerlo cuando ella les había despachado. Estaba claro que el círculo
de amigos comunes se empeñaba en tenerles al día de los amoríos del otro, y lo
conseguía.
Mientras
iba en el Ave hacia Barcelona, Marta tuvo una larga conversación con Conchita.
Su amiga le insistió de nuevo en que tenía que cortar de raíz la relación con
Martín y ella le contestó que sí, que pensaba que no valía mucho la pena
mantener esa relación en la que él no se comprometía en absoluto y ella también
había dejado de hacerlo. Pero a continuación le manifestaba que no sabía cómo
hacerlo, porque aunque algunas veces le había dicho que fuera espaciando sus
llamadas, que no le llamara más de una vez a la semana y que no salieran juntos
más que una vez cada dos meses, él no cumplía lo de las llamadas y la salida
bimensual, que siempre la cumplía, era un viaje –sólo como amigos- le decía a
Conchita, aunque para si pensaba -como amigos con derecho a roce-
También
le contó a su amiga que ella creía que para Martín este tipo de relación era
perfecto. -Vive solo, que es lo que le gusta. Cuando le apetece me llama y de
tanto en tanto nos vamos juntos de viaje, pero la verdad es que yo me he
acomodado a esta situación- y Conchita le contestó que al menos ya empezaba a
darse cuenta de que a ella eso no le convenía, porque en unos pocos años le
sería más difícil encontrar otra pareja y cuando eso pasara él se iría con
otras más jóvenes.
La
ofensiva de Conchita arreció cuando le contó que Martín había recibido una casa
por la herencia de una tía y que cuando le preguntó que pensaba hacer con ella
le contestó que la vendería y que con lo que sacara se compraría un pisito en
el que pudiera vivir sólo y ahorrarse el alquiler. Vivir sólo, le remachó
Conchita, eso es lo que le gusta, lo que él quiere y lo que hará.