El déficit de las administraciones públicas,
básicamente la
Administración Central, las Comunidades Autónomas (CCAA) y los ayuntamientos es
uno de los problemas que han aparecido con mayor virulencia en esta crisis y
que, por otra parte, ha tenido una peor gestión por parte de la clase política.
Durante
los años del último periodo de bonanza, básicamente del año 2000 al 2007 (la
crisis empezó en el cuarto trimestre del 2007, aunque oficialmente no se
reconociera hasta julio de 2008) las administraciones públicas se encontraron
con un flujo de ingresos fiscales de una magnitud nunca antes conocida. Los
motivos eran básicamente tres: los impuestos derivados de una actividad
económica boyante, los impuestos adicionales derivados de un aumento del
endeudamiento externo que se gastaba y aumentaba la recaudación fiscal y la
rebaja de impuestos llevada a cabo en aquellos años que, unida a la mejor
actividad económica supuso una reducción de la economía sumergida, difícil de
cuantificar pero sin duda relevante.
Los
gobernantes de todos los colores e ideologías hicieron suyos dos conceptos
erróneos: el dinero público es infinito y por lo tanto se puede disparar el
gasto público, incluido el despilfarro más absurdo, sin límite, y el crecimiento de los
ingresos públicos será imparable, con el consiguiente aumento del gasto público
que de todas formas no impidió que en los años de mayor crecimiento las cuentas
públicas presentaran por primera vez en la época actual varios años seguidos de
superávit público. Estas actuaciones sentaron las bases de lo que después
sería, y por desgracia continúa siendo, la peor crisis de los últimos sesenta años.
Cuando
en el cuarto trimestre de 2007 se cerró de golpe, y casi totalmente, el grifo
de la financiación externa (desde entonces la deuda externa total ha aumentado
sólo el 8,4%, en seis años y medio cuando antes lo hizo al ritmo del 25% cada
año) hecho que coincidió con una crisis financiera mundial que llevó a la
contracción de la economía de la UE durante varios años, la economía española
se encontró con la crisis más abrupta de la democracia y con una caída todavía
mayor de los ingresos públicos.
Durante
más de dos años, la respuesta de los gobernantes fue la de mirar para otro
lado. Se trataba solo de una crisis como tantas otras del pasado que en unos
tres años se corregiría y cuyos efectos se podían paliar con un aumento del
déficit público que venía a compensar la mayor parte de la caída de ingresos
públicos. Es cierto que se redujeron algunos gastos públicos, fundamentalmente
de inversión y en alguna medida cortando algunos gastos suntuarios que nunca
deberían haberse permitido.
Cuando
la realidad obligó a un cambio drástico de política económica, que el Gobierno
de Zapatero aceptó en mayo de 2010 a pesar de suponer lo contrario de lo que su
ideología le dictaba, el conjunto de los gestores públicos optaron por la peor
forma posible de reconducir el déficit público, ya que no sólo optaron por
reducirlo en el menor grado posible para lo que han negociado sucesivas
prórrogas para la vuelta al cumplimiento del requisito de Maastrich para este
indicador (déficit público del conjunto de las Administraciones que en ningún año
debería haber superado el 3% del PIB si se hubiera cumplido) sino que, además, las
reducciones que han llevado a cabo lo han sido de la peor manera posible, ya
que han acudido al recorte de las prestaciones sociales, con mayor incidencia
en las personas más necesitadas, y a la reducción generalizada de los salarios
de los trabajadores públicos (pero no de los políticos) en lugar de haber
mejorado la gestión de todos los gastos, evitando los despilfarros y el pago de
precios excesivos por las compras públicas, mejorando los procesos de
prestación de los servicios y eliminando de raíz todos los privilegios de la
clase política.
En
la situación actual, el gobierno considera que con la vuelta al crecimiento del
PIB, aunque sea todavía moderado, y la también tenue recuperación del número de
cotizantes a la seguridad social, podrá cumplir los compromisos de déficit
público para los próximos años que tiene (tenemos) con la UE y simultáneamente
hacer una pequeña rebaja del IRPF para unos pocos contribuyentes con la que
intentar hacer creer que el nivel impositivo está, poco más o menos, al mismo nivel
que al inicio de la presente legislatura, cuando lo cierto es que para todos han
subido el IVA, el IBI (este último de forma desmesurada) y también las
cotizaciones de la seguridad Social (pagos más elevados a cambio de menos
prestaciones ahora y en el futuro) y para la mayor parte de los trabajadores
por cuenta ajena el IRPF.
Sin
embargo, la situación del elevado número de personas que cobran un sueldo
directa o indirectamente público por el mero hecho de ser próximos a alguno de
los partidos políticos o sindicatos dominantes apenas habrá cambiado, ya que
son las únicas que, al menos aparentemente, tienen asegurado el sueldo que
reciben, en la mayoría de los casos sin hacer ninguna (o apenas ninguna) labor
socialmente relevante. El número de estos privilegiados estará probablemente entre
uno y dos millones de personas, lo que, si les añaden las personas directamente
dependientes de ellos, dará lugar a unos votos asegurados de varios millones (entre
tres y seis millones) a repartir entre los partidos con poder real, lo que
asegura la poltrona a buena parte de sus dirigentes, motivo por el que, casi
con certeza, seguirán apostando por el mismo sistema de gestión de la crisis.