El viernes 13 de junio me enteré del no irlandés a la ratificación del tratado de Lisboa mientras estaba en Barcelona asistiendo a los Encuentros del Mediterráneo, jornadas destinadas a relanzar el llamado Proceso de Barcelona que, iniciado en 1995, tenía por objeto el desarrollo de las relaciones políticas y económicas entre los países de la cuenca mediterránea.
Este proceso dio resultados bastante positivos durante los primeros años, pero el asesinato de Rabín supuso un freno casi total para nuevos avances e, incluso, la vuelta atrás en algunos aspectos.
En estas jornadas se pudo escuchar a varias personas españolas muy relevantes que, en su día, tuvieron que ver con esta iniciativa, aunque hoy están en otras actividades. Participaron Pasqual Maragall, Miquel Roca, Josep Piqué y, el que en mi opinión hizo la mejor intervención, Manuel Marín.
Entre los ponentes de países de la Unión Europea, la inmensa mayoría habían estado, o están, dedicados políticamente al desarrollo de la UE y de sus relaciones con terceros países, y se nota claramente que defienden las posturas de la Comisión.
La noticia cayó como un jarro de agua fría y las reacciones no se hicieron esperar, desde la más prudente de Elisabeth Guigou, diputada y ex-ministra francesa, que lamentó el resultado del referéndum, pero añadió que esto no suponía, ni mucho menos, la muerte de la Unión Europea, hasta la más visceral del ex-Secretario de Estado español para la Unión Europea Alberto Navarro que, aún iniciando su comentario con la expresión del respeto a la decisión de los irlandeses, llegó a acusar a este país de desagradecimiento, por atreverse a votar no tras haber recibido muchas ayudas económicas de la UE desde que entró en el mercado común, y de dumping fiscal, por tener el impuesto de sociedades en el 12%, e insinuó que los irlandeses no deberían tener la opción de decir que no a la ratificación del tratado de Lisboa.
Me quedé con la impresión de tener una opinión minoritaria y poco comprendida, porque yo estaba, y estoy, muy contento del no irlandés. Y no porque sea poco europeísta, todo lo contrario, sino porque creo que es necesario que termine la fase de despotismo ilustrado en la formación de la Europa Política.
El tratado de Lisboa es un mal tratado, tanto desde el punto de vista objetivo, por su contenido, como de sus consecuencias a medio y largo plazo. Se hizo para dar solución al fracaso de la mal llamada Constitución Europea (la UE nunca admitiría a un país candidato que tuviera como constitución una copia mimética de ese proyecto) tras los rechazos de Holanda y Francia, pero la solución estaba viciada en origen ya que se modificó algo el contenido, para quitarle el inadecuado nombre de Constitución, y, sobre todo, para hurtar a los ciudadanos europeos la opción de dar directamente su opinión, aspecto que consiguieron en todos los países excepto en la bendita Irlanda, donde no es constitucionalmente posible.
Si se aprobara el tratado de Lisboa, o cualquier modificación menor para cambiarle de nombre y lavarle la cara, se estaría dando un nuevo periodo, de duración indeterminada pero larga, para que los euroburócratas puedan seguir siendo los que ideen las normativas, las redacten, aunque admitiendo ligeras modificaciones del Parlamento Europeo, las aprueben, las pongan en operación y controlen su evolución, sujetos en esa última función, eso sí, a la jurisdicción del Tribunal de Luxemburgo.
Esos mismos euroburócratas que se atreven a acusar a Irlanda de dumping fiscal por tener un tipo de impuesto de sociedades del 12%, cuando ellos se han exonerado a si mismos de pagar impuesto sobre la renta y se han dotado de las pensiones de jubilación más generosas de toda la Unión.
Si realmente se quiere avanzar en la unión política, creo que la única forma razonable es iniciar un periodo constituyente, que debe comenzar por la elección de un Parlamento con ese cometido fundamental, la elaboración de un texto constitucional que merezca tal nombre y que, para los países que finalmente la aprueben, pase a formar parte de su propia constitución con prevalencia sobre el resto de su texto constitucional en caso de discrepancia.
Una vez aprobado el texto constitucional, se iniciaría el proceso de aprobación, o no, en todos y cada uno de los países de la Unión. El resultado final sería, previsiblemente, que unos países adoptarían esa constitución y otros no. Las consecuencias serían, obviamente, la existencia de una Europa a dos velocidades, la formada por todos los países que hubieran aprobado la Constitución, que podría llamarse Estados Unidos de Europa (EUE), y la formada por todos los países miembros de la UE, y los que se pudieran añadir en el futuro, que podría llamarse Unión Económica Europea (UEE) y que podría, además tener la vocación de una Unión Económica sin límites geográficos, germen de la futura y deseable Unión Económica Mundial.
El Parlamento Europeo debería tener dos cámaras una para los parlamentarios de la EUE y otra para los de la UEE en la que se añadirían a los parlamentarios de la EUE los de los países que sólo pertenezcan a la UEE.
Los ciudadanos de todos los países conocerían por tanto, en el momento de votar la constitución, el texto integro de la misma (que debe tener una vocación de larga vigencia) las consecuencias sobre la cesión parcial de soberanía a la nueva entidad en caso de aprobación y las consecuencias de no integrarse en la unión política en caso de rechazo.
Personalmente soy partidario de un texto no especialmente largo, en el que estén claras las competencias de la nueva entidad y las condiciones para la entrada (y también la eventual salida de miembros), la definición de un Parlamento, un Gobierno (cuyo presidente sea elegido directamente bien por los ciudadanos, bien por los parlamentarios) que responda, como cualquier gobierno democrático, ante el Parlamento, y un Tribunal, que bien podría ser el de Luxemburgo para no aumentar excesivamente la burocracia.
La financiación de esta nueva entidad debería hacerse con una parte de las cuotas del IVA ingresadas en todos los países incluidos, que deberían aprobarse por el Parlamento y serían aplicables a todos los bienes y servicios, con la deseable excepción de los de consumo básico, que podrían agruparse en un conjunto de tipo de IVA cero que podrían adoptar los países que así lo quisieran.
En la cumbre de julio la UE deberá dar algún tipo de respuesta a la nueva situación, que probablemente será retórica, y en la de diciembre deberá aprobarse una solución, que no será fácil, y que nos dará una idea de las ambiciones europeistas reales de los políticos actuales.
Estoy convencido de que la presidencia francesa del segundo semestre de este año cambiará mucho respecto a lo previsto, como consecuencia del no irlandés, y tengo bastantes esperanzas de que la diplomacia francesa promueva una solución abierta, que devuelva a los ciudadanos el protagonismo que nunca deberían haber perdido.
Con la esperanza de que el proceso de formación de Europa se acelere gracias a vuestra votación, repito mi alegría. ¡Gracias, irlandeses, muchas gracias, por vuestro no!