jueves, 19 de agosto de 2010

Las falacias de la presión fiscal en España

Ya ha comenzado la serie de declaraciones de miembros del Gobierno previas a las propuestas, aun no hechas públicas, de aumento de impuestos que se presentarán en el trámite parlamentario de aprobación de los Presupuestos de 2011. Casi con seguridad, el único objeto de estas declaraciones es minimizar el coste electoral de unas medidas siempre impopulares y más aún en una situación económica tan deprimida.

Como es obvio, el Gobierno ha renunciado a llevar a cabo la política más adecuada para reducir el déficit público al menor coste posible para la mayor parte de la población, que sería la realización de auténticos presupuestos base cero para todos los departamentos de todas las administraciones públicas. No hay que ser muy optimista para pensar que se podrían conseguir reducciones comprendidas entre el 30 y el 50% para todos los servicios distintos de Educación y Sanidad (en los que el ahorro sería muy inferior) partiendo de la hipótesis de mantener en calidad y cantidad los servicios públicos no suntuarios.

Pero ese ejercicio supondría un trabajo muy importante para la elaboración de los presupuestos y lo que es más importante para los políticos supondría el pisar muchos callos a los estómagos agradecidos que tanto reciben de la administración a cambio de nada (excepto el voto asegurado de toda la familia)

A cambio, dan como ciertas o inevitables algunas falacias que no resisten el menor análisis económico:

Falacia 1: El déficit se puede corregir aumentando los impuestos únicamente a los ricos.

La realidad es que aunque se les quitaran todos los bienes a los ricos, el déficit público apenas bajaría. El mensaje oculta que el aumento de recaudación se obtendrá sobre todo de las personas que tienen una nómina, alta, media o baja.

Falacia 2: El déficit sólo se puede corregir aumentando los ingresos públicos por tasas e impuestos.

La realidad es que el déficit debe reducirse reduciendo primero tanto como sea posible los gastos públicos innecesarios y sólo después de haberlo hecho, si aún quedara déficit (cosa muy improbable) aumentar los ingresos mediante aumentos impositivos.

Falacia 3: El déficit existe en España porque los impuestos son muy bajos, e insuficientes para garantizar unos servicios públicos razonables.
La realidad es que los impuestos son en España más elevados que en la media de la UE para todas las personas cuyos ingresos provienen fundamentalmente de una nómina. Nuestro sistema de IRPF tiene tipos marginales más elevados para rentas más bajas y es especialmente injusto con las rentas del trabajo asalariado (incluidas las pensiones que a este respecto están asimiladas a las rentas del trabajo.

Falacia 4: Para reducir el déficit no queda más remedio que congelar las pensiones, reducir los salarios de los trabajadores del sector público y cobrar por los servicios que hoy son gratuitos.

La realidad es que si se hiciera el ejercicio de presupuestos base cero de forma rigurosa, se podrían evitar esas medidas que son, por otra parte, las más regresivas que uno pueda imaginar. El cobro por los servicios que hoy son gratuitos llevaría a la renuncia a recibirlos solamente de aquellos que tienen una capacidad adquisitiva más reducida.

Falacia 5: Para aumentar la presión fiscal hay que subir algún impuesto.

La realidad es que sin cambiar ni una coma de la actual regulación fiscal, y suponiendo que no varía el nivel de fraude, la presión fiscal aumenta por el mero hecho de la inflación.

Lo hace en el IRPF y también en el IVA que, digan lo que digan, es un impuesto progresivo aunque sea indirecto, porque tiene cuatro tipos diferentes que se aplican en función de la necesidad relativa de los bienes y servicios.

Pongamos un ejemplo sencillo y muy común. Supongamos un trabajador por cuenta ajena que gane, en 2010, 24000 euros al año. Supongamos que en 2011 le aumenten el sueldo el 2%, esto es 480 euros al año. Supongamos, para simplificar, que no tiene hipoteca ni ahorra, y que su reparto de consumo entre tipos de IVA es 30% exento, 15% del 4%, 20% del 8% y 35% del 18%. Espero que para los políticos ese tipo de persona no responda al de una persona rica a la que hay que exigir más sacrificio fiscal.

Suponiendo que en 2010 el aumento del IVA hubiera sido el 1 de enero (para no introducir los efectos del reciente aumento que distorsionarían el resultado) esta persona habría pagado al final del año unos 3200 euros de IRPF y unos 1770 euros de IVA, en total unos 4970 euros de impuestos, con una presión fiscal para esa persona del 20,71%

En 2011, con un aumento de ingresos del 2%, una inflación del 2% y manteniendo el esquema de consumo, esa misma persona pasaría a ganar 24480 euros y a pagar unos 3334 euros de IRPF y unos 1797 euros de IVA, en total unos 5131 euros con una presión fiscal para esa persona del 20,96%.

Si este mismo ejemplo lo hiciéramos para una persona que ganara más dinero, el incremento de su presión fiscal sería superior, excepto en el caso de que esa persona fuera rica, de verdad, porque entonces no tributaría apenas por el IRPF, tributaría por sociedades a un tipo fijo, y también se libraría de pagar la mayor parte del IVA, ya que los bienes y servicios que consumiera serían pagados, en su mayor parte, por sus empresas, con el resultado final de una presión fiscal muy inferior a la del empleado que cobra 24000 euros.

martes, 10 de agosto de 2010

La rentabilidad de los fondos de pensiones

El mes de agosto suele ser escaso en noticias económicas relevantes. Pero también es un mes propicio para publicar aquellas que por una parte son preocupantes para la población y, por otra, no pierden su actualidad por el hecho de retrasar su publicación algunos meses.

Publica hoy El Economista que “el 95% de los planes de pensiones pierde dinero en los últimos 15 años“ Si se lee el resto de la noticia, se aprecia que el problema real es que el 95% de los participes han obtenido en los últimos 15 años una rentabilidad inferior a la inflación, un problema menos grave que el anunciado en el titular, pero que no por ello deja de ser muy preocupante.

¿Por qué razón la mayor parte de los partícipes deberían aceptar una rentabilidad a tan largo plazo que no les permita ni tan sólo mantener el poder adquisitivo?

¿Son estas las maravillas de la gestión privada a la que quieren dirigir algunos el futuro de las pensiones?

Creo que en el seno del Pacto de Toledo debería tratarse la problemática de los planes de pensiones privados, para asegurar que los millones de personas que los tienen puedan obtener de su esfuerzo unos resultados mejores y sin riesgo relevante.

Estoy convencido de que los pobres resultados obtenidos en los últimos quince años por tantos planes de pensiones son la consecuencia de que las gestoras de los planes miran mucho más por sus intereses particulares que por los de los partícipes, y que se aprovechan del compromiso de mantener el dinero hasta la edad de jubilación o hasta que se produzca alguna de las otras situaciones que permiten retirar el dinero. Hay que admitir, dados los resultados, que la posibilidad de cambiar de plan no da el incentivo suficiente para que se gestionen mejor la mayoría de los planes.

Por otra parte, creo que el Estado está perdiendo la oportunidad de aprovechar una parte de este ahorro a muy largo plazo para financiar infraestructuras, públicas o privadas, de gran volumen de inversión y muy largo plazo de maduración.

Hay un mecanismo que sería muy fácil de establecer y que beneficiaría a todos (excepto a los que se aprovechan de la cautividad de los partícipes en los planes de pensiones) que consistiría en la emisión de deuda pública a muy largo plazo (10, 15, 20, 25 y 30 años, por ejemplo) con un tipo de interés fijo y una fiscalidad asegurada para todo el periodo de duración de cada emisión, fiscalidad que bien podría ser la que hubiera para los rendimientos financieros en el momento de cada emisión, que al combinarse permitieran obtener una rentabilidad algo superior a la inflación esperada para el periodo de la emisión.

Con los fondos así obtenidos por el Estado (los planes de pensiones y los demás inversores tendrían total libertad para acudir a las distintas emisiones) se podrían financiar tanto inversiones públicas como privadas que, en este último caso, deberían canalizarse a través de la banca pública, adaptando la cuantía y la duración de cada crédito a los proyectos concretos y aplicando un tipo de interés ligeramente superior al de las emisiones de similar duración que se realizaran de forma próxima en el tiempo a la concesión de los créditos, siguiendo el excelente modelo del Banco Europeo de Inversiones tanto en los criterios de selección de los proyectos a los que serían aplicables como en los reducidos costes de gestión.

Las inversiones financiadas de esta forma tendrían unos tipos de interés conocidos desde el primer momento para toda la duración de los créditos, que permitirían acometer con mucho menor riesgo los grandes proyectos de inversión, y los planes de pensiones obtendrían, para la parte de sus inversiones que realizaran en estos bonos a largo plazo, una rentabilidad real superior a la inflación, con lo que aquellos partícipes que quisieran asegurar una rentabilidad moderada, pero algo superior a la necesaria para mantener el poder adquisitivo de sus ahorros, sólo tendrían que dirigirse a aquellos planes que se comprometieran a usar de forma preferente o total este tipo de planteamiento.

domingo, 1 de agosto de 2010

Una propuesta inasumible para las pensiones futuras

El pasado jueves 29 de julio me topé con un titular prometedor: Los números rojos acechan las pensiones, que trataba de un número de la publicación de Funcas Panorama Social, dedicado a las pensiones.

La reseña se hacía eco de una propuesta que me pareció descabellada: las pensiones sólo se cobrarían hasta los 85 años, digna de la novela Un mundo feliz de Aldoux Huxley. No me podía creer que nadie, con un mínimo de sensatez, pudiera hacer esa propuesta, por lo que me fui al original, el artículo de Fernando Azpeitia y José A. Herce titulado “Retos asociados al envejecimiento: sanidad, dependencia y pensiones” que efectivamente, no proponía limitar el cobro de las pensiones hasta los 85 años.

Mi sorpresa vino cuando comprobé que la propuesta era aún más descabellada, hacer que las pensiones se empezaran a cobrar a partir de los 85 años y, además, los autores se permiten definir su propuesta como reinventar la Seguridad Social.

Su razonamiento es claro: Si cuando Otto von Bismarck introdujo la Seguridad Social, en el siglo antepasado, fijó la edad para iniciar la percepción en 65 años, teniendo en cuenta el aumento de la vida media registrado desde entonces, sería razonable aumentar a 85 años la edad de inicio de percepción de las pensiones.

La propuesta que hacen para la etapa intermedia, desde el cese en la actividad laboral, para el que no ponen una edad, y los 85 años, es un seguro privado que cubra esa etapa, que se pagaría con las aportaciones de la persona mientras trabajara, con la excusa de que al limitarse a los 85 años su percepción sería más barato para los cotizantes. Añaden que para el sector público supondría un ahorro evidente en el concepto de pago de pensiones.

Nada dicen los autores sobre la gestión del periodo transitorio para pasar de un sistema a otro, ni de la situación de aquellas personas para las que los pagos del seguro privado (por escasez de las cotizaciones o por malos resultados de la aseguradora privada) no lleguen al nivel mínimo de subsistencia.

Su reinvención de la Seguridad Social supone, en pocas palabras, llevar las prestaciones al nivel de hace más de cien años, de forma que, como entonces, los que no dispongan de un capital suficiente al cesar en su actividad laboral estén, simple y llanamente, abocados a morir de miseria.

No, señores Azpeitia y Herce, la solución no está en su reinvención de la Seguridad Social, sino en una reforma de las pensiones que garantice su estabilidad a medio y largo plazo, pero también que garantice que ninguna persona quede en la miseria al terminar su etapa vital de actividad laboral, reforma que, sin ninguna duda, obligará a aumentar el número de años de cotización media y tendrá que basarse en que la percepción media de pensiones sea equivalente a la cotización media, pero siempre, al menos para la pensión básica que tendrá que ser suficiente para subsistir, bajo un sistema público, única forma de evitar que queden desamparados los afectados por las quiebras o rentabilidades negativas de las compañías privadas que gestionen los ahorros para la vejez.

Y quien desee completar la pensión pública con otros sistemas basados en la gestión privada que lo haga, será su decisión y obtendrá lo que corresponda a su acierto o desacierto, pero las pensiones públicas, universales y suficientes para subsistir, tienen que continuar o nuestra sociedad habrá retrocedido, en términos de protección social, a una situación inadmisible.